Cada segundo de su caída era decisivo. Pasaban por su cabeza decisiones relampagueantes que no podrían cambiar el hecho de que sería un cadáver roto. Tan tardías que no podían cambiar nada en el trayecto, salvo que el arrepentimiento hiciera que el tiempo se detuviera y quedara suspendido en el aire retrasando el impacto, que se acercaba vertiginoso.