Caxo

Trompetas, que lo petas
y no respetas.
Violines, jolines,
y no opines.
Y el saxo, sin retraso,
no hagas caxo.
Mas la guitarra, esa cimitarra,
no seas bandarra.
Escucha, no más,
la música celestial
que anuncia, sin más,
el jamás.


Fotografía de Archimaldito

No importaba

Había olvidado la muerte, tan habitual en la barbarie provocada por otros, cuando le pagaban para ensalzarla, disminuyendo la demografía de una población con sus artes mortuorias, cuando su imaginación desenfrenada se volcaba en la construcción del arma definitiva, había olvidado la muerte.

Porque cuando volvía al lugar destruido, arrasado por la onda expansiva, para rematar cortando el gaznate a los que siguieran vivos aún, mirando a los ojos de los difuntos que dificultaban sus pasos y a los que había sorprendido la hecatombe en plena calle, y en las casas, donde los niños seguían mordiendo las tetas quemadas de sus madres, donde los amantes yacían con sus pieles fundidas por el calor infinito, no reconocía a la muerte.

Y cuando volvía al mundo de los vivos, para cobrar el pago de su virtuosismo, no reconocía la vida.

No importaba, le pagaban bien, aunque no le importara la riqueza ni la fama ni el poder que fluía desde sus manos, desde su mente negra.

Solo quería sentirse solo, quería sentirse dueño de sí mismo y de todos los habitantes del planeta, antes de que el planeta, su planeta, no existiera.

 

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Foto por Jesse Koska desde FreeImages

La peor arma. Por Hadogemina y archimaldito

   El chico con peinado de mohicano se dirigió a mí con su cresta enervada y los ojos inyectados en sangre.
-¿Me das un euro?
   Ante esa mirada inquisitiva lo único que sentí fue asco y odio.
-Por supuesto que si te digo que no, me pedirás todo el dinero que llevo encima, ¿verdad? Y sacarás un arma, ¿no?
   -No llevo arma alguna, lo único que llevo es el poder de obtener lo que quiero y tú no vas a ser una excepción.
   La convicción de sus palabras y su semblante tranquilo me asustaron más que cualquier otra amenaza.
  No sé por qué, pero le di el euro. Tenía la seguridad de que ese poder del que hablaba me haría más daño que una simple arma. Estaba seguro de que sus bolsillos estaban llenos.

Catarsis

 

 

   Llueve sin parar, y yo, con una infinita impaciencia, sin hacer nada para guarecerme, calándome hasta los huesos, esperando el momento en que la vea aparecer.

   Imaginándome su expresión al verme. Y todas las posibles reacciones de su acompañante para protegerla y protegerse.

   Visualizando el futuro próximo de mi mano derecha: Desengarfiándose dentro del bolsillo de mi gabardina para apretar con vehemencia la culata del instrumento que va a cortar de raíz su felicidad.

   No estoy dispuesto a dejarles creer lo que clama el cartel anunciador de la obra que están a punto de aplaudir.

   Pues si la vida es sueño, con su amor, han convertido la mía en una pesadilla.

   Aunque esta vez mis lágrimas serán arrasadas por la lluvia. Por la eterna lluvia.

 

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No te voltees

   Con los “no te voltees” y “dame toda la plata que llevas encima” se apresuró a dictaminar que quien la estaba asaltando a plena luz del día era un desesperado emigrante víctima de la cada vez más profunda crisis económica.                                                 Los dos perros que estaba paseando sí se voltearon y enseñaron sus dientes al agresor. Ella no podía controlarlos por mucho que les ordenara callar, sin gritar para no provocar al asaltante, y tiraba de las correas para mantenerlos a una distancia prudencial de las piernas de aquél.                                                          -¡La dije que no se volteara! ¡La plata! ¡Y calle a esas fieras o los rajo a los tres!                                                       Él se lo había buscado. Nadie haría daño a sus dos amores, los que estaban acompañando sus últimos días.                                                                                       Le miró a los ojos, tan fieramente como sus canes, y sin pronunciar palabra, el asaltador bajó su mano y soltó la navaja dejándola caer al suelo con un minúsculo estrépito metálico. Y después huyó. A gran velocidad.                                                                                  Un testigo, en la precavida distancia, se acercó al lugar de la increíble escena y se atrevió a preguntar.        -Señora, lo he visto todo. Siento no haber acudido en su auxilio porque, lo reconozco, soy un cobarde. Eso y que tengo dos gemelos recién nacidos a los que alimentar. No creo que ése se amilanara por sus ruidosos defensores. Pero, ¿qué dijo usted para que cambiara de opinión?                                                           Los perros, callados, miraban, sentados sobre sus posaderas, a su ama, esperando también la respuesta para aquel enigmático desenlace.                                         Ella los miró, con una sonrisa dibujada en sus labios, pero, pareciendo maleducada, no respondió al curioso.    Le dejó con la incertidumbre. Era mejor así. Ya había mostrado, por ese día, suficientes veces, el auténtico rostro de la muerte. Esa con la que tenía concertada una próxima cita.                                                                      Y se volteó. Para dejarle con la palabra en la boca.          Perdonándole la vida.

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