En aquella ocasión la falta de inspiración le hizo temer por su trono en el olimpo de los poetas.
Se levantó y miró al techo del Paraninfo, echando de menos el cielo que adivinaba encapotado y a punto de soltar jarros del agua que tanto amaba. Pero en su lugar se enfrentaba a la realidad del artesonado decimonónico y embarroquecido que le distraía de todas las miradas pendientes de sus primeras palabras.
Pero la inspiración no aparecía. Y tuvo que recurrir a ellas.
Metió la mano derecha en el bolsillo de sus pantalones y extrajo la bolsita de tela.
Los presentes empezaron a cuchichear pensando que en aquella bolsita estaban guardados lo nuevos versos del trovador y que empezaría a sacar papelitos con las estrofas sublimes.
Sonriendo se la acercó a la boca y mordió las setas, sus setas, las que le hacían ingresar en un mundo de osadías psicodélicas.
Y las palabras salieron a borbotones, a un ritmo sublime, que hicieron surcar las lágrimas de emoción en los espectadores, tan sensibles todos ellos.