Querer sobrevivir. Querer vivir. Aunque no haya motivo.
Querer querer. Aunque no haya objetivo.
Querer. Y de pronto…
Querer evitarlo.
Querer sobrevivir. Querer vivir. Aunque no haya motivo.
Querer querer. Aunque no haya objetivo.
Querer. Y de pronto…
Querer evitarlo.
Cerebro no es igual a mente. Estoy convencido. Yo tenía cerebro y casi lo destruyo para alimentar mi mente. Caí en las drogas porque lo natural no me satisfacía en lo más mínimo.
Si la persona que tenía conmigo me dejaba helado, quizás su paupérrima naturaleza se viera engrandecida con una ayuda de filtros artificiales que actuaran como lentes convergentes. Y el efecto traicionó mis expectativas: El objetivo quedaba a un lado y me dejaba absorber por los caminos secundarios de aquella senda de destrucción.
Debo agradecer a tu dios, si es que existe, que me retirara a tiempo de aquel callejón sin retorno. Acción y reacción disgregaron los efectos malignos de los estupefacientes ingeridos. Acción directa de desviar toda mi atención e intención en mi eterna búsqueda de la perpetua perfección.
E hice saltar la alarma. De sonido inexistente y, por su insonoridad, más audible. La locura continua, sin límite, fagocitaba mis neuronas, ya no tenía una perspectiva pura de lo que me rodeaba, ni de las cosas ni de las personas. Emergí en un mar de odio hacia los demás, un odio irracional hacia los recuerdos protegidos en la burbuja de la intocabilidad, hacia mi instrucción del devenir trascendente de las cosas, hacia lo poco que había recaudado de la sabiduría escasa y valiosa, como los hilos de azafrán, de mis prójimos. Sentí que me desgajaba como una naranja ácida y rebelde en su amargura. Y el viento me sopló la memoria.
Perdí mi propia percepción de mí mismo, y eso era ya demasiado, insultantemente grave.
Mi cerebro intervino como salvador de lo que contenía, como una madre que protege a sus crías, a sus cachorros por los que luchará hasta la muerte. Mi cerebro, desmembrado, no reconocía a sus propios integrantes; sus neuronas bailaban en la oscuridad, su materia gris se recalentaba y fundía en una cascada de lava incontrolable. Y acudió a sus reservas de lucidez. Su as en la manga: Me ordenó dormir, dormir hasta nuevo aviso. Desconexión ¡ya! Modo inoperante. El vegetal debía guarecerse de las lluvias demasiado intensas, antes que se transformaran en avasallador granizo.
Padre, madre, morí una vez, y creo que decidí no volver a hacerlo más hasta que fuera mi auténtica hora, la definitiva.
El hospital me enseñó a engarzar mis eslabones mentales. Muy, muy len-ta-men-te. Tanta languidez parecía anulación. Hasta que un día, el modus operandi entonó la situación en espera como algo superado. Y reviví. Como esos mesías resucitados en una segunda oportunidad.
Y si pierdo esa segunda oportunidad sabré que los pasos deben ser siempre hacia adelante, sin mirar atrás, sin dejar huellas en una vida a mis espaldas. Siempre hacia adelante.
¡Mesías malcarados!
Me costaba respirar.
Me costaba asumir la inhalación del aire enfermo.
Me costaba asumir que ésta sería la última vez que tendría la oportunidad de terminar mi obra.
Demasiados muertos en el mundo.
Demasiados intereses ocultos para que siguiera habiendo demasiados muertos en el mundo.
Pero la advertencia íntima llegaba y mi intuición trabajaría para lograr el objetivo.
No habría solución más extrema que la aniquilación de los que ostentaban el poder.
No cejaría en el empeño de verlos a todos muertos: La Élite terminaría fagocitándose a sí misma.
Y respiraría el mundo. El mío. El de todos. Y los Derechos serían Hechos.
Porque todos serían iguales. Menos yo.
Porque cargaría sobre mi conciencia la exterminación de la ralea inverosímil.
Y pensando, en un nanosegundo, en todo ello, me costaba respirar.