El primer descerebrado que prendió la llama en Alejandría, en su Biblioteca, hizo anónimos a miles de autores, en el futuro incierto.
El primer descerebrado que prendió la llama en Alejandría, en su Biblioteca, hizo anónimos a miles de autores, en el futuro incierto.
Juana tenía un arma de doble filo con la que doblegar a sus pretendientes masculinos: Su escritura compulsiva y su lectura fagocitadora.
Con la primera seleccionaba, al instante, al candidato a formar parte de su vida, cribando, con su vehemencia, la larga lista de hombres que intentaban embaucarla con sus logros profesionales y económicos.
Nada más citarse con su macho, que elegía película y restaurante, le extendía, a modo de presentación, su cuaderno de relatos. Si aquel ponía caras extrañas o cualquier reparo para ni siquiera abrirlo, se despedía con un beso en la mejilla y lo dejaba, nunca mejor dicho, con la palabra en la boca. Si, por el contrario, se veía entusiasmado y encantado de tener el privilegio de leerla, pasaba la noche con él y prometía más citas.
Con la segunda, ponía a prueba el amor, pues en cuanto se fraguaba la convivencia, se espaciaban las salidas, se ralentizaban los divertimentos y, en las horas domiciliarias en común, se intercambiaban los supuestos roles tradicionales y machistas, haciéndose él cargo de la casa, y ella, odiadora sempiterna del televisor, se atragantaba con las miles de palabras que poblaban su amada biblioteca, humilde paraíso donde, sentada, pasaba hora tras hora hasta el encuentro físico necesario para mantener la relación.
Por eso, Juana seguía con la cabeza bien compuesta pero sin un novio que la aguantara como para llevarla al altar.
Pero Juana se contentaba ella misma, autoconvenciéndose cuando le preguntaban por su soltería, con que tenía cientos de amores, tantos como ejemplares de papel, que la esperaban, extasiados, en sus estanterías, rebosantes de historias con las que le harían eternamente el amor.
(Relato presentado al I Concurso de Micro Relatos del Ayuntamiento de Arroyo de la Encomienda «Las mujeres leen mucho»)
Tengo una amplia biblioteca cuyos ejemplares fui atesorando durante años y, al cabo de esos años, me he dado cuenta que los tesoros inalcanzables existen.
En la era de la información digitalizada, en la que nada existe si no está en las redes de internet, los kilos y kilos de papel impreso se acumulan, y con ellos, los kilos de desgana por pasar las yemas de los dedos por sus lomos y páginas.
Y la tristeza me asola, y la impotencia me estropea aquel sentido antaño, quizás equivocado, de la bibliofilia.
¿Fue, quizás, un autoengaño, un síndrome, del que no me percaté en su momento, relacionado con la acumulación sin sentido? ¿Tuve la esperanza, en su momento, de leer todo lo que compraba, recogía o intercambiaba?
¡Qué desfachatez utilizar un libro como mero adorno decorativo! Pero, ¿no es más ridículo e improductivo utilizar un libro como relleno de una personalidad no completada?
El agua y el fuego son enemigos, naturales y artificiales, de nuestros amigos los libros, pero aún peor enemigo es su ignorancia, su exclusión, su desaire, su arrinconamiento.
Eso alimenta el propio oscurantismo, la propia censura, el caer en una profunda manipulación voluntaria.
Mis libros, mis tesoros, mis alarmas internas, que gritan, con su presencia, mi traición.
Al menos aún tengo el consuelo, el lacerante consuelo, de demostrarme a mí mismo, que puedo crear palabras y dibujarlas sobre un papel inmaculado con el movimiento de danza de mis dedos, antes de trasladarlas al mundo virtual, como estoy haciendo en este instante, y que sólo el recuerdo futuro de ello impregnará mi vejez, cuando caiga en la cuenta de que la desfachatez presente podrá ser arrepentida sin penitencia, sin remordimiento, al posar mis ancianos ojos sobre las palabras escritas por mí y por otros, y que así haré justicia, poética y narrativa…
Las tropas de asalto llegaron a la biblioteca decididos a desembarazarse de los libros más dañinos para el sistema impuesto por el gobierno. Pero no lo harían, como otras veces en el pasado, de una forma arbitraria y sin criterio. Esta vez llevaban consigo a más de un centenar de especialistas que cribarían los ejemplares, leyendo las obras de los autores menos prestigiosos, para que no se convirtieran, con el tiempo, en biblias revolucionarias. En alguno de aquellos millones de ejemplares habría alguno que querría pasar desapercibido a los ojos de los censores. Pero esta vez no se libraría de las llamas purificadoras.