Yacía en el yacimiento

Yacía en el yacimiento, esperando que las paredes laterales no se derrumbaran y le cayeran encima, aplastando todos sus sueños pasados y futuros. Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, el dolor del pecho era tal, que no le preocupaban los demás cardenales, erosiones y rajas que pudiera tener.
La cámara de fotos, destrozada a sus pies, había causado uno de los episodios traumáticos más graves de su azarosa vida, pues pudo haber sido el instrumento directo de su muerte si no hubiera actuado con presteza.
Nunca hubiera imaginado que aquel aparato, que había estado destinado a inmortalizar sus descubrimientos subterráneos, fuera a ser un obstáculo para alcanzar su meta, cuando se interpuso entre su cuerpo y la pared que tenía enfrente al intentar pasar por una estrecha abertura en la tierra. Hubo un momento en que no pudo moverse en ninguna dirección pues la cámara le oprimió el esternón y lo inmovilizó por completo. Las pilas de la linterna de la cabeza acabaron agotándose y llegó la oscuridad, la más absoluta y silenciosa oscuridad.
Escuchando su propia respiración agitada y los latidos desenfrenados de su corazón, llegó a pensar en algunos momentos de su vida, como si de una película se tratara. Tuvo la certeza que acabaría perdiendo el conocimiento por el cansancio, el hambre y la sed y que, al final, moriría entre aquellas dos paredes. Se preguntó si había valido la pena arriesgar la vida de una manera tan estúpida y predecible. Pero el mismo estado de fatalidad le hizo relajarse y respirar concentrándose en cada inhalación, al creer que sería la última. Y cada vez que hinchaba el pecho sentía cómo le pesaban las piernas y, a la vez, cómo se clavaba la cámara en su esternón, haciéndole gritar de dolor. Hasta que se preguntó para qué gritaba si nadie podía oírle. Fue entonces cuando, al aguantar el dolor, y al expulsar el aire, el abdomen y el pecho parecieron relajarse, ablandarse. Los brazos, que fueron colgajos, y cuyas manos no tuvieron sensibilidad, empezaron a ser recorridos por un cosquilleo, y empezó a mover los dedos, luego las muñecas y más tarde los antebrazos.
Cerró la mano derecha y, cuando la convirtió en un puño, golpeó la cámara a través del resquicio de aire en la oscuridad de boca de lobo.
Y esta saltó hacia el suelo en el lado opuesto. Y dio gracias, sin saber a quién dárselas (siempre fue ateo), porque supo que iba a vivir más tiempo.
Pudo deslizarse de lado y, con sumo esfuerzo, tanteó en la negrura hasta agarrar el prominente objetivo, torcido, de la que le había estado torturando minutos antes. Y después,  cuando notó que la estrechez desaparecía, se agachó y avanzó a gatas hasta lo que creyó era el yacimiento buscado. Y se acostó en el suelo, que notaba húmedo, boca arriba, tragando aire a bocanadas, con un regusto de humedad que calmaba su sed.
Y allí iba a esperar a recuperar fuerzas para enfrentarse a la visión, a la que se estaba acostumbrando, en penumbras. Y cuando sus ojos podían escudriñar en la oscuridad la vio. La momia parecía mirarle con sus cuencas oculares vacías.
Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, la emoción de haber llegado al final de su camino era tal, que no le preocupaban el no sentir la pierna ni el pensar en los próximos quebraderos de cabeza que vendrían minutos después, cuando se diera cuenta de que estaba solo, a oscuras, y que no sabía cómo salir de la pequeña cueva ni recordaba si alguien más que él sabía que se había atrevido a hacer espeleología suicida aquella mañana lluviosa de abril.

Imagen: Jesús Fdez. de Zayas

Pizzicato

El hombre se encontraba encerrado entre dos paredes y dos puertas porque estaba a oscuras en un largo pasillo de lo que estaba definiendo, en el agobio claustrofóbico, como una trampa, en el laberinto interior del Teatro.

   A tientas, tocando la pared con las yemas de los dedos y con el refilón de los zapatos, se dirigía hacia las casi imperceptibles lucecillas rojas que asomaban por detrás del teclado numérico de claves de apertura, para la libertad  que habría tras abrirse aquella puerta.

   Y mezclado con el sonido del riego sanguíneo y el palpitar inmenso del silencio sepulcral, se escuchaba, muy a lo lejos, la música que debía de emanar de un piano.  

   Se detuvo para escuchar concentrado, para que sus pasos no interrumpieran, con sus sonidos toscos de tacón, la belleza de la pieza. Pero no tuvo tiempo de deleitarse con ella, ya que inmediato fue el cambio de registro, con un pizzicato de violines que comenzaron a arremolinar su sentido de la orientación.

   No comprendía cómo se le podía estar haciendo tan largo el trayecto, cuando había podido vislumbrar, antes de que se apagaran las luces, la verdadera dimensión del recinto.

   Y gritó:

   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

   Se rió de su ocurrencia, por lo estúpida que había sido y, desechando una respuesta, siguió avanzando. Poco a poco. Porque no recordaba si podría haber algún obstáculo pegado a la pared.

   Los violines enmudecieron y volvió a escuchar su respiración mientras daba por alcanzada la puerta que, con el tacto de un ligero golpeteo de nudillos, aseguró era metálica. Y como así sentenció, así empezó a golpear con las palmas de las manos, provocando truenos en el aire, que rebotaban y se mezclaban, con sus gritos, en un caos.

   Desechó la posibilidad de intentar adivinar la combinación porque ni siquiera sabía cuántos dígitos tendría que marcar y continuó con sus desesperadas increpaciones a los posibles oyentes que hubiera al otro lado.

   Y nadie acudía.

   Y maldijo el despiste de una o varias horas antes. Ni siquiera tenía la posibilidad de la llamada de urgencia con su teléfono móvil porque ¡se lo había dejado en el aparcamiento, dentro del coche!

   Apoyó la espalda contra la pared y la deslizó hasta sentarse en el frío suelo.

   ¿Cómo había ido a parar allí?

   ¿En qué parte de las instrucciones del guardia de seguridad que le atendió se había equivocado?

   Tuvo claro que la persona que le habría estado esperando, para la entrevista de trabajo, habría finalizado con los otros candidatos y se habría ido.

   ¿Qué hora sería ya? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A nadie más se le iba a ocurrir coger este atajo? ¿Por qué no aparecía nadie?

   Puso la cara entre sus manos y las acercó a las rodillas, balanceándose en pequeños ejercicios abdominales, como si escuchara una nana, y empezó a cantarla. Suavemente. Porque necesitaba el arrullo de su propia voz. Y sin saber si mental o física, empezó a escuchar una flauta, que lo acompañaba en su tarareo.

   Y decidió que no se adormecería. Que tenía que salir de allí. Y despegó las manos. Y levantó los párpados. Siguiendo cantando. Y una pequeña luminosidad empezó a hacerse patente. Veía sus manos, y sus rodillas, y sus zapatos, y el suelo. Y las paredes a ambos lados, y el pasillo que había dejado atrás, cada vez más claro, cada vez más blanco. Y no dejó de cantar, porque tenía miedo de que, si lo hacía, volviera la oscuridad. Y la flauta le seguía acompañando.

   Puso una mano en el suelo y se empujó para levantarse.

   ¡Qué delicada voz salía de sus cuerdas vocales! ¡Qué armonía! ¡Qué dulzura sublime!

   Recordó, entonces, que a eso había ido al Teatro. A cantar. Para que le escucharan. Para que le escogieran. Para el próximo proyecto operístico. Con su voz contratenor.

   Y siguió cantando, llenando de efluvios musicales lo que minutos antes había sido una pesadilla de silencio y caos.

   Eclipsando el sonido de la flauta, porque él también era la flauta, el violín, la orquesta entera.

   Tan entusiasmado que no se percató que una de las dos puertas se entreabrió. Y volvió la luz. Toda. Íntegra. La de todos los fluorescentes que cruzaban, longitudinalmente,  el techo del pasillo.

   Y calló.

   Y gritó.

   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

 

 

 

 

(Dedicado a Juan Diego Baños de Andrés,

que, con una aventura casi parecida,

me inspiró este relato.)

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