Observándola. Con otra taza de café en la mano. Sintiendo su peso y calculándolo sin líquido dentro. Dejando esperar que éste se enfriara.
-Sí, lo admito. Soy una persona aburrida. No tengo nada que ofrecerte. Tienes demasiada paciencia conmigo. Creo que es mejor que te vayas. Me he quitado el anillo y, aun así, nadie se acercará a mí. Así que no tengas miedo de que te traicione con otra mujer. Soy demasiado aburrido. Con estas pintas que llevo. Con la barba descuidada, con estos vaqueros rotos y la camiseta amarilleada en la zona de los sobacos.
Ella no decía nada. Solo miraba su pelo, aguantándose el asco por la grasa acumulada de muchos días sin lavar. Dejándole hablar.
-Me merezco tu silencio. Soy deplorable. Ni siquiera yo me aguanto.
Un sorbo y un comienzo de arcada.
-Vete. De veras. No te lo voy a echar en cara. Tienes derecho a disfrutar la vida. Ya estoy viejo para empezar a esforzarme en remontar nuestra relación. La verdad es que ya no me atraes físicamente. Prefiero aguantarme el dolor en los testículos que tocarte y rememorar cuánto me excitabas. Tú también estás vieja, pero puedes encontrar a alguien para empezar de nuevo.
Ella asentía de vez en cuando. Mirándole a los ojos, que él evitaba distrayéndolos con la taza. No haciendo caso al mal olor que provenía de la zona del ombligo.
-Tampoco creas que me voy a arrepentir dentro de un rato, cuando salgas por la puerta, de todo lo que te estoy diciendo. Creo que ya no hay vuelta atrás.
Ella, sentada frente a él, descruzó las piernas, se acomodó la falda para que él no viera más de lo necesario y, tras media hora aproximada de silencio, sentenció lo que él había evitado escuchar durante los últimos meses.
-Pero es que yo no te quiero.
Él, por fin, levantó los ojos de la taza para fijarlos intensamente en los de ella.
– ¡Es mentira! ¡Y tú lo sabes!
Ella se puso en pie, empujando su asiento hacia atrás con sus esbeltas piernas.
-Piensa lo que quieras. Estás en tu derecho de consolarte. Pero es que no te quiero. De veras.
Otro sorbo de café, amargo y frío.
-Pero me habrás querido alguna vez, ¿no?
Ella se alisó la falda, haciendo que ésta bajara a su altura conveniente, por debajo de las rodillas. Tragó saliva, intentando contener las incipientes lágrimas, intentando conservar la compostura y la fuerza en la voz, para que lo que iba a decir sonara claro y contundente y así él no tuviera dudas.
-Sí. Cuando estabas vivo.
Escalofriante realidad expresada de forma exquisitamente aguda y sincera, archimaldito. Bs