Perfecta.
Tan perfecta que da miedo. No por su aspecto físico, que es la envidia de los que la rodean, sino por su mente tan centrada, ecuánime y disuasoria.
Los que la conocen en la distancia envidian su seguridad.
Los que la conocen íntimamente acaban huyendo de su avasalladora ternura porque no la creen real.
Nunca da pistas sobre sus pensamientos, y, menos aún, sobre sus pasiones, y a los que preguntan sobre sus emociones, que no suele mostrar abiertamente, les reclama que las mujeres no tienen que machacar con ajo su corazón en el mortero para que éste sea un remedio curativo contra los males de este mundo.
Y no la comprenden. Nunca la comprenden, pues preferirían que fuera su lengua la que estuviera troceada y mezclada en cuencos de leche y miel para resarcirles de su amargura.
Y así, ella sabe sobre la verdad de su vejez, que no es otra que el reflejo de la intrascendencia que la rodea, que intenta apagarla, sin jamás lograrlo.
Y así, ella sabe más que los otros que creen que saben más por ignorarla.
Sola, tierna, eterna, suave, libre.
Perfecta.