Dios Dinero

   Si tenía dinero, era para disfrutarlo.

   Y si tenía muchísimo dinero no era para derrocharlo sino para vivir experiencias irrepetibles, porque lo que tenía claro es que nadie había vuelto para asegurarle que había otra vida después de ésta.

   Las perversiones normales, las que estaban más al uso entre los que eran como él, ya no le satisfacían, y buscaba nuevas experiencias que inyectaran más adrenalina de lo normal a su cerebro.

   La libertad de no haber caído en la trampa del matrimonio le había permitido experimentar todo lo inimaginable con su sexo y el de los demás.

   El anonimato que le brindaba el chorreo continuo de sobornos a políticos e integrantes de las fuerzas de seguridad, había hecho que sus ansias sadomasoquistas no alcanzaran un umbral razonable. Pero siempre quería más, y al querer más, veía menguado el universo de tentaciones.

   Todo y todos tenían un precio y él, por ahora, estaba dispuesto a pagarlo.

   La vida de los otros era un cheque en blanco, pero la muerte de los demás era algo más que el poder de un dios, el que él personificaba cuando le daba en gana.

 

(Nota del autor: Este relato se lo dedico a Fernando García Mediano, padre de Miriam, una de las niñas asesinadas en Alcàsser, por ser un auténtico buscador de la Verdad y la Justicia, tan falta en este país llamado España)

 

Caronte

   Tantos años de lascivia le llevaron a la deshonra. La familiar, la profesional. Nadie esperaba que se culpara por ello.

   Había sido extremadamente feliz, y ahora, olvidado por sus amantes, mendigaba cariño en los asilo de ancianos, donde nadie le reconocía, donde nadie le criticaba, donde nadie le juzgaba, hasta que, ya cerca de la muerte, en la penumbra de la pena, se espantó por su aspecto, pues no discernía si era un ángel o un demonio el que le acompañaría a cruzar el umbral al más allá.

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Preámbulo de una tragedia cósmica

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    El mundo de Fintex se había caracterizado por contener una de las civilizaciones más avanzadas de la Bigalaxia, en la que la utopía de la anarquía había sido el resultado de muchos milenios a prueba en la conducta de las masas, con fallidos sistemas sociales en los que los excesos de unos pocos individuos sobre la gran mayoría habían sido invalidados por el punto sólido de rebeldía que existía en los espíritus fintexianos, espíritus que compartían la abierta complicidad de la desarrollada mente común de la colectividad.

   Algunas mentes privilegiadas habían contrastado que las Historias de otros planetas estaban llenas de individuos que marcaron, en su  momento, las directrices de varias generaciones, pequeños átomos que, con su insistencia, lograron fisionar las moléculas que sustentaban estructuras presumiblemente inquebrantables. Se buscó que la genética creara superfintexianos, y se consiguieron monstruos mentales con capacidades que sobrepasaron todas las expectativas megalómanas de sus creadores: Cerebros con mutaciones aberrantes, provocadas en experimentos ilegales de laboratorios clandestinos en los estados más pujantes en ciensociología.

   Y la incontinencia de su caudal cerebral influyó, de forma paradójica, en la semblanza de la población, porque sus características funcionales invadieron virulentamente los contactos neuronales de todos con los que entraban en contacto. Y como una plaga, benévola plaga, todos fueron trastocados. Y con la descendencia, la enfermedad incrementó sus síntomas hasta hacerse congénita en toda la genealogía venidera.

   Pero la aberración se hizo insoportable en el momento en que empezaron a aparecer individuos que, por azar genético, sufrían otra nueva mutación dentro de la mutación generalizada: Acumulaban tanto voltaje psíquico que morían, al no poder verterse en mentes vírgenes, que ya no existían.

   El porcentaje empezó a hacerse preocupante cuando esta mortandad pesó en los índices demográficos. Ya no era un problema de pocos. Y aunque la gran mayoría se estabilizaba, la sospecha de un futuro incierto para la perennidad de la especie hizo buscar una salida que no argumentara ningún incumplimiento de las Leyes Generales de la Bigalaxia, representadas en el llamado Proyecto de Situación Nadiner, engendro de Pax Universal, al que se habían sumado hacía algún tiempo, cuando Fintex aún no había caído en la vorágine hipermental.

   Y aquel compromiso de especie dictó que los que sospecharan de su anormalidad decidieran, en común, emigrar hacia algún mundo en el que fueran bien recibidos y en el que la convivencia con los nativos no invalidara el contenido del Nadiner. No importaba el destino, sabiendo que cualquier planeta del Sector podría hospedarles y beneficiarse con el nuevo aporte psíquico.

   Curass, el planeta vecino, fue el elegido. Y algún día, decían los fintexianos, agradecería tal distinción.

 

ORO

  

  Remando y remando, volteando la vista para comprobar si le seguían. La carga era pesada y no sabía cuánto más podría resistir. Los rápidos del río le permitían descansar en las brazadas, pero no en las preocupaciones de verse estrellado contra las rocas del fondo o verse capturado por las lanzas de la tribu. Temía zozobrar y que el ídolo dorado se hundiese con la embarcación. Pensar en cuánto conseguiría por él en el mercado negro le daba nuevos ánimos. Conocía el río y sabía que éste no le traicionaría. También se hizo conocer y querer por la tribu y los traicionó. ¡Estúpidos!
   La barca se zarandeó un poco más de lo normal en el penúltimo recodo antes de llegar a la playa donde fondearía.
   ¡Cómo logró engañarles! ¡Cómo logró embaucarles!
   “¿Lograste engañarles? ¿Lograste embaucarles?”
   -¿Quién habla?
   El ruido insoportable de las aguas en ese último trayecto hacía que escuchara su propia voz interna. Debía de ser eso. Qué otra cosa podía ser. No había animales visibles por los alrededores.
   “¿Por qué crees que soy tan valioso?”
   Otra vez. Tantas horas sin comer le estaban jugando una mala pasada. Pero bueno, ya estaba bebiendo bastante. Demasiada agua había tragado un poco más arriba. Y con esa agua, seguro que unos cuantos animales minúsculos.
   “Has cometido un grave error.”
   Reconocía la zona. Aquellos tres árboles derribados sobre la orilla a su derecha. Con sus ramas adquiriendo aquellas formas tan particulares, entrelazándose sus troncos, de la misma manera en que lo hacían las piernas de Susana “la refajos”. ¡Qué hermosa mujer! ¡Y qué bruta haciendo el amor!
   “En cuanto pusiste tus sucias manos en torno al pedestal, algo te dijo que no saldrías de ésta.”
   De pronto, un árbol se quebró y su recio tronco chapoteó el agua a pocos metros por delante. Y se cruzó allí, en medio de la nada, para sentenciar que aquel era el final del viaje fluvial.
   -¡Maldita sea mi suerte! – dijo antes de perder el equilibrio y hacer que la barca mostrara su quilla al aire.
   En el remolino formado por su propio cuerpo, tanteó a ciegas en el fango buscando la figura sagrada.
   “¿Sigues sin creer que no saldrás de ésta?”
   Bajo las aguas quejumbrosas era imposible oír aquella lastimosa voz. No tenía tiempo más que para abrazar al ídolo y al tronco que había causado aquel estropicio en su destino.
  Pero la corriente era demasiado poderosa y, en la desesperación, se cortó el brazo derecho con una rama punzante.
   Tal era la velocidad del agua y del tiempo que ni el agua se enrojecía.
   Serenarse, tocar fondo y andar hacia la orilla paso a paso, cogiendo aire por encima del borbotón. Y no soltar al dios dorado. Sobre todo no soltar los diez kilos de oro macizo en forma de enano cabezón y gordinflón cuya sonrisa adivinaba en la negrura de las aguas turbias.
   La barca se alejaba hacia la catarata. Quizás no se hiciera astillas.
   -¡Adiós, muchacha, gracias por tu ayuda!
   Allí arriba aquellos pájaros de mal agüero rondando. Los veía cuando sacaba la cara para morder aire. Y la orilla, tan cerca, qué lejos quedaba.
   Serenidad. Ese era el truco. Serenidad. Pronto lo lograría.
   “Estás equivocado. Tu dios no lo permitirá. No permitirá el sacrilegio con otro dios, aunque no sea él.”
   Gritar mentalmente ¡Basta, basta, basta! ¡Ya! ¡Basta!
   El frío del agua le recordaba el dolor recién abierto del brazo.
   Diez pasos, no más.
   Pero el agua empujando con todas sus fuerzas, de lado, intentando soltar sus pies del fondo fangoso.
   ¡Menos mal que aquí no hay pirañas! Se rió por su suerte.
   “¡No llegarás a poner un pie en tierra seca!”
   Ya no hacía caso a aquella voz en su cabeza. Cuando pisara tierra firme y estuviera seco y caliente, se habría ido.
   Ocho pasos.
   Cada uno que adelantaba era un martirio para los dedos de los pies.
   Ya el agua estaba por debajo de la cintura y el brazo abierto enrojecía su mano y el agua. Ya el ídolo estaba tomando aire. Ya percibía el movimiento de las alimañas entre la vegetación que tenía a la vista.
   Y sonrió.
   Seis pasos.
   Se dio cuenta de que casi estaba en calzones pues tenía las perneras hechas jirones. 
   Por última vez miró a su derecha, por si aún lograba vislumbrar alguna embarcación acechadora.
   “¿Crees que les engañaste?”
   -Un buen ron es lo que necesito para volver a la cordura.
   Tres pasos.
   El agua por las rodillas.
   -¡Habla lo que quieras! ¡No te soltaré!
   ¿Por qué había hablado a la figura? ¿No estaba la voz en su cabeza?
   -Todo esto terminará en un instante.
   La playa bajo sus pies, y unos pasos más allá la hierba y las plantas que le llamaban para que echara sobre ella su cuerpo, para que colgara en ellas sus ropas.
   “¿No te das cuenta que les hiciste un favor?”
   Un paso.
   El pie en el aire para posar el talón y los dedos sobre la frescura verde.
   Ahora pesaba el oro. Lo dejaría a un lado para desentumecer el brazo que lo aprisionaba.
   Pensó, en milisegundos, que todo había sido demasiado fácil. Cuando entró en la choza del chamán, aprovechando su ausencia. Sin ningún hombre que custodiara el dios que estaba en el centro de aquella pirámide de ramas y adobe. Sin vigilancia por ningún lado. Creyendo que se había ganado su confianza después de haber extraído una muela con caries de la boca del jefe del poblado. Después de haber sufrido el regalo que le habían hecho como pago del milagro: Tres meses retozando con la hija amorfa del jefe, a la que había desvirgado en prueba de buena fe. Todo demasiado fácil.
   Hasta que aquel apreciado día en que un bocazas de la tribu le habló del ídolo de oro puro, cuyo origen se había perdido en la historia de los clanes.
  Justo el ídolo del que había escuchado leyendas de algún borracho en la tasca del marido de Susana “la refajos”.
   Y allí estuvo, al alcance de la mano, para convertirlo en el hombre más rico del mundo civilizado que él conocía.
   El instante de la última pisada. Su columna vertebral recta. Sus pies apostados firmemente. Soltaría al gordo cabezón y podría hacerse un torniquete para cortar el flujo de sangre que estaba enrojeciendo el espacio más allá de su mano derecha.
   Doblando el espinazo para liberarse del peso, ahora demasiado evidente sin la ayuda de la ingravidez dentro del agua.
    Y en el momento en que el ídolo tocó el suelo…
  …Con el remo en las manos, volteando la vista para comprobar que no le seguían. La carga era demasiado pesada y no sabía cuánto más podría resistir. Temía zozobrar y que el ídolo dorado se hundiera con la embarcación.
   ¿Cómo logró engañarles? ¿Cómo logró embaucarles?

 

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LO EXTRA DE LO INTRA

1.

Sin control. Anarquía.

Anarquía total sobre las acciones de todos los individuos que formaban la multitud de razas que poblaban la biosfera subterránea de Jesan. Aquello no significaba caos, sólo incremento radical de la responsabilidad en el funcionamiento interno de una civilización que no distinguía entre pobres y ricos, sabios y sometidos, amos y títeres, porque tal distinción no tenía lugar en la gran comuna.

Y así fue desde el principio, desde que las condiciones de habitabilidad del planeta sugirieron a los Creadores que aquélla debía centrarse en la modificación de las estructuras internas del esferoide, haciendo que las casi infinitas grutas y cavernas que surcaban su corteza se transformaran en vastas extensiones comunicadas entre sí por conductos naturales que las conexionaran. Y el oxígeno puro que formaba la atmósfera externa, demasiado nociva por ello, se mezclara, a través de simas asifonadas, con el nitrógeno, gas subyacente mayoritario, en la composición exacta para ser asimilable por los sujetos biológicos que pretendían incorporar en su creación.

Y las criaturas jamás se rebelarían contra el desorden establecido. Era un axioma existencial generalizado.

Mas la libertad provocaba mutaciones en los valores individuales, desavenencias extrañas, por raras, y por siempre aislables. Era lo extraordinario de lo intráneo.

2.

El pie izquierdo dejó su huella por enésima vez, tal como era tradición. Pero el pie izquierdo de James Showinsky debutaba haciéndole sentir tan eufórico como Armstrong en el 69 del siglo XX, aunque ya iba sobre aviso de que su peso no sufriría el mismo cambio de aquél al salir de la nave.

Jesan era uno de los tantos planetas externos al Sistema Solar que había estado en el punto de mira de la filosofía terraformadora de los últimos cuatrocientos años. Y una vez convencidos los mecenas pertinentes y traspasados los filtros impuestos por el Gobierno Central, el proyecto pasó de documentos repletos de teorías a la construcción de la innovadora nave exploratoria y a la elección y subsecuente preparación fisicomental de los nuevos ícaros espaciales.

Cuando posó el derecho y el traje compensó sus puntos de equilibrio, la flotación automática en vertical gestionó todos sus movimientos.

Inmediata fue la corrupción de su silenciosa soledad, pues bajando la rampa le seguían los demás comandantes especialistas. Los retroimanes dirigibles les hacían parecer piezas de un ajedrez en el que participaran dedos invisibles. Cada uno sabía que tenía que completar su cometido con la máxima lucidez posible y, por ello, no se arriesgaron a quitarse el casco de protección porque el exceso de pureza del oxígeno de la atmósfera, característica clave que los había impulsado a aquel primer lance exploratorio, les llevaría a la hiperoxia acompañada de un daño irreparable en sus pulmones refrendado por una presión atmosférica superior al límite terráqueo.

Las ciento treinta y dos órbitas precedentes les habían probado que los telescopios espaciales colocados en órbitas de diferentes planetas del Sistema Solar y las sondas enviadas una década antes, habían mostrado una imagen del planetoide bastante fidedigna; y habían dado lugar al estudio profundo de las anomalías magnéticas y gravimétricas, para que no les cogieran por sorpresa los efectos sobre los movimientos individuales de las unidades autónomas de rastreo, y al peinado de todos los accidentes superficiales que podrían influir en los aterrizajes previstos para el voluminoso laboratorio sideral.

3.

Kerdomine fracasó en sus expectativas de no dejarse ver. Los gemelos la perseguían y ella, intentando no emitir sonido alguno, espantaba las fuertes emociones que quebrantaban su corazón, evocando recuerdos mágicos de la infancia.

Despertó de su ensoñación cuando frente a ella, de pie, Soske y Fulka fisgoneaban en su mente intentando vislumbrar ideas que los acercaran a su objetivo.

-¡Muy tierno! Pero ahora deberías colaborar volviendo a la realidad antes de que decida estrujarte con alguna de mis manos. O dejando que mi hermano haga ídem.

Se ocultó bajo sus propios brazos, espantando con las piernas el no sé qué que la oprimía.

Fulka, exento de paciencia, apartó los trastos del armario y se aprestó a apresar a la espantada. Mientras, Soske, continuaba martilleando el aire con sus rechinantes carcajadas.

Kerdomine miró a su enemigo a los ojos y supo al instante sus siguientes movimientos. Se escabulló entre sus cuatro brazos y salió al pasillo despejado de la terminal del puerto de atraque, uno de los infinitos que surcaban la tridimensión planetaria. Pensó que correría y correría hasta llegar a uno de los nudos y, desde allí, arriesgarse a dejarse succionar hacia la superficie.

Canturreaba mientras jadeaba y hacía potencia en sus pulmones. Los pensamientos iracundos la entretenían y la transtornaban: cómo poder apantallar su cerebro para aislarlo del resto, para que nadie supiera cuáles iban a ser sus siguientes esperanzas.

Existía una posibilidad entre un millón de que en su carrera contrarreloj alguna interferencia provocada por el sistema de comunicaciones eclipsara los destellos que cualquier jesantano pudiera recibir en su córtex. Y así, pasar totalmente desapercibida. Y así, lograr contactar con los terráqueos que se habían posado justo encima de aquella zona. Pero los vástagos de la oscuridad acechaban para derrocar su plan meticulosamente urdido.

El lugar, el nudo, era un hervidero de sensaciones, que iban desde la incredulidad hasta el desprecio más absoluto hacia la traidora. El enigma que suponía la existencia de unas causas justificables para aquel comportamiento tan indigno era el principal acicate para que hubieran decidido no exterminarla aún. La negrura la frenó, la de los ánimos ajenos: una marea de individuos imbuidos por el sentimiento de la colectividad planetaria la observaba. Se ceñía en torno a ella sin atreverse a tocarla. Temerosos de que si sondeaban demasiado en su psiquis pudiera contagiarse el mal profanador.

Debía hacerles comprender que no estaba allí por gusto y pensaba que hasta debían agradecer que corriera tal riesgo.

Dierkisoisme se adelantó hasta ella y gritó a la tridimensión lo que la tridimensión quería escuchar.

-¡¡¡Basta de malentendidos!!! Tú sabes lo que queremos. Tú sabes las opciones. Si sales afuera sin protección morirás, no inmediatamente, eso es cierto, y así te daría tiempo a cometer el sacrilegio, pero lo letal del Vasto Océano te quemaría por dentro antes de que pudieras transmitirles algún ideograma. Si lograras salvarte, porque tu rapidez y concentración fueran ultraprecisas, algo que dudo conociendo las características de los de tu especie, sabrás que te espera el borrado, para que te reinsertes en la fecundidad de nuestra civilización, e igual les ocurriría a los invasores.

-Dierkesoisme, ¿por qué no ahora? -la vorágine de la masa sedienta de una disparatada injusticia clamaba para que el peso de su sentencia aplastara sin demora la relatividad del error cometido por aquella inconsciente.

-Porque la libertad existe, aún, en Jesan. Y ella tiene la opción. Jesan prefiere que triunfe la razón, la metódica razón de la lógica.

Kerdomine se notaba reflejada en el conjunto. Su sensual aspecto aerodinámico, con su aterciopelada piel dorada, los brillos que hipnotizaban en sus ojos, sólo dos, uno a cada lado de su cara simétrica y huesuda, bípeda, con sus pies palmípedos y aventosados que se ahusaban para hacerle veloz, y sus manos adornadas con tres finísimos dedos prensiles, y uno que se les oponía sin falanges, la mostraban, a comparación con los que la oprimían, extremadamente frágil, y más aún cuando un rayo de tristeza surcó su rostro. Pues comprendió que, entre la mezcolanza de mentes que la exploraba, un nada despreciable conjunto de iguales a ella la estaba segregando sin dar la oportunidad que pedía a gritos. En ese preciso momento decidió que estaba sobradamente dispuesta a caer en la lujuria de la rebeldía.

-¡Tú! ¡Dierkisoisme! El de la estirpe de los mentecatos: ¡Púdrete con toda esta chusma! Pues has añadido a tu ignorancia un castigo aún peor, el no pensar por ti mismo y, como todos los demás, has caído en la ignominia del pecador. Y como yo quiero librarme de tal honor, te dejo que obres, ¡que obréis en consecuencia! Como yo haré ahora mismo defendiendo la libertad que, como tú has proclamado, me pertenece.

No hicieron nada por detenerla. Ella se desprendió de su postración y corrió y corrió como nunca lo había hecho, como nunca nadie la había visto antes. Y la barbarie la dejaba paso, una senda libre hacia el siguiente nudo de succión, que la lanzaría al enfrentamiento con los que ella consideraba víctimas de una confabulación y, por ello, merecedores de todo su apoyo.

4.

Casi no tuvo tiempo de prepararse para reaccionar, pero lo cierto es que la aspiración por el gran cilindro fue salvajemente poderosa. Cuando salió despedida hacia la oxidada superficie y se vio gesticulando en una suerte de levitación, tuvo tiempo, antes de posarse en el enrojecido manto, para lamer sus heridas, las erosiones causadas por la fricción con el ánima de su particular cañón, el que la había lanzado a una velocidad que hubiera destrozado a otro jesantano más voluminoso que ella.

Aún en el aire, tuvo su primer contacto visual con los “extraños”. Los vio desperdigados por la zona, haciéndose cargo de sus artificios infernales, grandes aparatos de cuyo funcionamiento y función ella lo ignoraba todo. Aún no sentía la opresión diafragmática. Había calculado que tendría tiempo. Se había imaginado a sí misma intentando comunicarse y sintiendo la impotencia del ser incomprensible. Los dardos telepáticos serían lanzados tras el sondaje e hilvanados los ideogramas para que se engarfiaran en las neuronas de aquellos receptores.

Poco menos de tres cabezas de landuj para estar pisando tierra firme. Se inestabilizó un poco y estuvo a punto de salir nuevamente despedida. La unión al Vasto Océano era casi nula, y recordó con horror las últimas advertencias de Dierkisoisme, porque empezaba a darse cuenta que comenzaban a ser certezas.

Afinó sus podos e imprimió velocidad a sus extremidades para acercarse al primero de los “extraños” y alertarle.

Le diría que pertenecía a la raza de los Saucsshh y que había miles como ella bajo sus pies. Que venía en misión de paz pero que todos los demás de su mundo habían decidido expandirse por el Desconocido Vacío. Que necesitaban ampliar sus espacio vital y que, tras profundos estudios de reconocimiento de todos los exploradores que habían llegado a Jesan, se había sentenciado que los últimos, ellos, provenían de un mundo edénico, de absoluta semejanza ambiental  y que éste sería, pues, colonizado próximamente, en el transcurrir de las tres futuras generaciones.

Le pediría que huyeran, inmediatamente, que se olvidaran de todo lo que les había traído allí, que mejor era salvar la corta vida que aún les quedaba por disfrutar, y que proclamaran en la Tierra, de la cual sabían todo gracias a la investigación en sus propios registros mnemogenéticos, la existencia de vida fuera del Sistema Solar, y que se prepararan para la próxima invasión, que aún tenían tiempo para repeler a millones de telépatas, y que no conocía otra forma de ayudarles, pues ignoraba la fórmula para conseguir el remedio para combatir la omnipotencia y la omnisciencia.

Se azoró pensando en la contestación a la irremediable cuestión del porqué. Les diría, pues se imaginaba a sí misma comunicándose con más de un “extraño”, que no debían considerarla una renegada. Que era suficiente con sufrir el castigo que esperaba de sus coplanetarios cuando regresara. Que tenía sus razones. Quizás era demasiado sensible y consciente de lo que debía de ser la Justicia, del significado del etéreo Amor Universal que tanto le habían predicado cuando era un cachorro. Que lo hacía por todo y nada. Quizás porque así tenía que ser.

Delante tenía a un ser que se movía perezosamente y que lanzaba rayos de felicidad provocados por el inminente acontecimiento de la descarga de un abultado armatoste cuyo incrementado peso le quebraba los brazos. Lo sondeó imperceptiblemente y dispuso que aquella piel que lo cubría no le pertenecía, que era una especie de funda en la que se había metido para protegerse de las brasas que pugnaban por fundirlo interiormente. Y tampoco el gran ojo, donde se veía reflejada y deforme, estaba imbricado con la naturaleza de aquel ser. Lo desnudó mentalmente de aquelos añadidos, y se extrañó de que no existieran señales del conocimiento de su presencia por parte de lo que había catalogado como una hembra, una hembra de una horrible especie.

Kerdomine gesticulaba, saltaba, gritaba y hasta intentaba lanzar dardos telepáticos, pero todo era en vano. La repugnante terráquea que tenía delante la estaba mirando directamente a los ojos, pero atravesaba con ellos sus exoformas como si estuviera enfocando el objeto de su atención más allá de ella, en el horizonte.

De pronto, levantó una de sus extremidades y la movió en abanico, a forma de saludo. La jesantana miró a su espalda y allí había otra forma que avanzaba hacia ellas lenta, cansinamente, y que imitaba el saludo como respuesta cordial al primero.

Kerdomine se distrajo en tal observación esperando que cualquiera de los dos seres emitiera algún tipo de sonido que confirmara lo que ella ya leía en sus mentes.

5.

Sandra bajó su brazo y esperó que Sri Dusyanta levantara el suyo como signo de entendimiento. Habían notado que esta forma de comunicación era más sencilla para sortear las dificultades de las últimas interferencias en el sistema de radiocomunicación.

Ambos habían depositado sobre la superficie los valiosos aparatos de seguimiento sismográfico y, siguiendo las órdenes del jefe de grupo, volverían a la nave para activar las cargas de profundidad que los demás habían diseminado en unos cuantos kilómetros a la redonda. Éstas llevaban cerca de dos horas atravesando en barrena la corteza en busca del supuesto límite nuclear. Cada una con su pequeña carga atómica que explotaría a intervalos diferentes para poder discernir la existencia de las distintas ondas sísmicas y estudiar la naturaleza de las capas surcadas por las mismas. Se tenían que dar prisa pues la primera estaba a punto de sacudir el terreno, y lo penoso de su escasa agilidad hacía temer que les sorprendiera fuera del abrigo de los potentes aceleradores antigravimétricos del crucero estelar.

Se cerraron las esclusas cuando el último tripulante entró en la sección presurizadora y dio al registro ambiental su nombre y clave de seguridad. El gigante sufrió entonces una ínfima agitación que pregonaba el inmediato despegue y subsiguiente situación de levitación estabilizada a poco más de dos metros del piso planetario. Allí se fijaba el puesto de observación a la espera de que todos los temblores terminaran y de que los receptores de a bordo hubieran confirmado la transmisión de datos de los sensores superficiales.

Al unísono, Kerdomine yacía con una desilusión más que añadir a su vapuleado ánimo. Los ardores punzaban en todos y cada uno de los invisibles poros y no sabía si achacarlo a los mil veces sermoneados efectos del aire que respiraba o a la violación que había experimentado minutos antes, cuando el torpe cuerpo del “extraño” la había sorprendido en su trayectoria de huida hacia el ingenio metálico que estaba engullendo uno tras otro a los de la doble piel.

Experimentó un dolor intenso, un espasmo en cada una de sus células, cuando se veían ocupando el mismo espacio de las del otro, cuando sus dos corazones rozaron las arterias del más simple del otro, y cuando ambos cerebros se solaparon un instante, un ínfimo lapsus en que las materias se eclipsaron mutuamente.

Y, sin embargo, para Kerdomine, el espeso despertar de los sentidos se vio disociado de la indiferencia aparente evidenciada en los movimientos y plenitud sensorial del “extraño”, que se había paseado a su antojo por su afilado cuerpo, que la había agredido en su intimidad.

Sri Dusyanta no era tan insensible como ella creía. Bastó un femtosegundo para que sus capacidades extrapsíquicas se dispararan y dieran la voz de alarma sobre algo que era, para los demás comandantes, más que discutible.

6.

Los jesantanos debían de estar locos si pretendían que su intramundo no fuera descubierto. Y esa locura generalizada existía en tan alto grado que se transformaba en una genialidad innata que viraba los esquemas de las leyes del Universo.

Sabían, por ejemplo, que si los invasores descubrían una severa discontinuidad en las propagaciones de las ondas longitudinales y transversales desde los hipocentros creados por ellos artificialmente, podrían sospechar y calcular las magnitudes reales de los vaciados concéntricos subterráneos. Y de esto al afán exploratorio había un solo paso. Y continuarían con el salto al riesgo de lo desconocido que todo pionero ejecutaba cuando el balance entre el surtido de adrenalina y la ebullición de los fluidos vitales descompensaba el equilibrio de la lógica y de la ética de sus actos.

La similitud con sus propias ambiciones era tan manifiesta que había algunos jesantanos que tendían a sentir ciertas simpatías por los “extraños”, no de forma tan radical como Kerdomine, y sí de manera más egoísta, pues buscaban aprender los postulados de la infamia que había impregnado la mayor parte de su reciente historia civilizadora.

Las falaces simulaciones del continuum espaciotemporal las concretaron en materialización de energía. Las ondas sísmicas atravesaban materia, pura y dura roca, pero sólo lo hacían de cara a los medidores sismográficos, porque cualquier observador, en la ignorancia de las evocaciones relativistas, hubiera jurado que sólo la luz pura se dejaba contaminar por dichas vibraciones.

-Me lo temía -dijo Showinsky, alternando su atención entre la pantalla holográfica que tenía delante y los nueve pares de ojos que le atendían-. Estaba convencido que Dusyanta estaba equivocado en sus apreciaciones.

-Pero se merecía el beneficio de la duda -aportó Sandra Gentoild, la única de las cinco mujeres que sentía atracción física por el hindú.

Sri Dusyanta callaba pensativo. Nadie le podía negar que ahí fuera, embutido en su escafandra, había sentido algo muy especial y que, aunque indemostrable, le daba una certeza interna, a nivel espiritual, de lo que, si insistía, se podía calificar como herejía científica.

-Sandra, no hace falta que me defiendas. Espero que jamás nos arrepintamos de lo que, tras las últimas pruebas, vamos a hacer.

-¡Comandante! Todos, aquí, en este momento, le respetamos. Pero no siga explotando su vena de profeta porque del respeto se puede pasar a la burla, primero, y a la segregación, después. No creo que nos arrepintamos, en general, me refiero; la realidad está ahí, en los datos: no hay nada en este planetoide que nos ate a continuar en él. ¡Está muerto!

Los demás asintieron con las frentes fruncidas por la sonrisa. La comandante Gentoild estuvo a punto de volver al contraataque dialéctico, pero Showinsky retuvo su mirada sobre ella remarcando el gesto negativo de su testa. Sandra desistió y con una última ojeada a Sri Dusyanta, giró sobre sí misma y abandonó el grupo para dirigirse a sus aposentos.

Otra hembra, a cincuenta metros en línea recta, lloraba por Dusyanta. Plegada sobre sí misma, revolcada en el rojo polvo superficial, y con los pulmones desgarrados de oxígeno puro, asimiló su fracaso y su próxima disgregación. Allí, casi cercenada, pero con sus capacidades ultrapsíquicas aún intactas, fue testigo de la impotencia del otro ser que, como ella, había idealizado una existencia de ruptura, de compromiso, de solidaridad. Allí, sabiéndose ignorada, y a punto de entrar en el repudio eterno por sus prójimos, le fue legado el dudoso privilegio de sentir dilapidados sus sueños por las últimas palabras de la desesperanza.

Showinsky, de común acuerdo y adelantándose a lo inevitable, no tuvo más remedio que pronunciar, con la voz transformada en rabia, tres únicas frases que llegarían al fondo de los corazones de los presentes:

“Base Jesan llamando a Cabo Kennedy. Fracaso total. Otro planeta estéril.”

Luna

luna azul 

En la Caverna de las Abluciones, los hombres y mujeres se hacían merecedores del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.

Y después, con los pies aún mojados, se dirigían todos en fila al exterior para dejarse abrazar por las ramas de los árboles y acariciar por los arbustos florecidos.

La bendición caía, entonces, sobre ellos. El Sol se despedía perdiéndose bajo el contorno del planeta. Y si el amanecer había sembrado la repurificación de sus almas, el apogeo emancipaba sus espíritus.

La dicha les extasiaba pues el ocaso premiaba sus vidas dándoles esperanzas de continuarlas en un estado de pureza absoluta.

Abrazando los recios troncos, aspirando los efluvios de la flora, admirando la mixtura de los colores, sabían que, con la oscuridad, se escaparía el hechizo y se borraría todo vestigio de belleza.

En las noches de Luna Llena se alargaba el efecto y las jornadas no se consumían hasta que retornara la total falta de claridad.

Fue en uno de aquellos plenilunios cuando apareció un tal Lam Am, proveniente de lejanas tierras. En seguida le aceptaron como miembro de su comunidad, tan cerrada para otros que lo habían intentado en el pasado.

Siempre había existido cierta anarquía grupal. Sin saber cómo canalizar sus intenciones vitales se sentían faltos de líder, y Lam Am, desde el principio, les orientó sobre sus ansias haciéndolas converger en un fin común.

-Os digo que he venido para que abráis los ojos. De donde he venido hay más hombres distintos en todo a nosotros, existen otras tierras que sustentan otras muchas formas de vida inteligente.

-Dinos, Lam Am, ¿cómo sabes tú eso?

Lam Am, con sus brazos levantados al cielo, sonreía con cada uno de sus interrogantes.

-Estuve entre ellos durante décadas, aunque nunca pude llegar a ser como ellos. Cuando decidí dejarles, me consideraron rebelde, pues siempre creyeron que me había dejado arrastrar por su Sistema- el fulgor azul de la Luna se reflejaba en su sudorosa faz-. Los que allí habitan tienen muchas comodidades que les hacen la vida más fácil. No trabajan, como nosotros, la tierra para obtener sus frutos. Ya no realizan esfuerzos físicos de ningún tipo para sentirse útiles. Lo son de otra manera, o eso creen ellos.

Rodeados de sus chozas, construidas con juncos ribereños del río, tan cargado de vida, del que extraían parte de sus nutrientes, la supremacía mental del orador era, para todos ellos, un signo claro de intervención divina. No se sentían, sin embrago, doblegados por ella.

-Atormentado por la miseria humana, allá donde esté presente, trato de encontrar una salida a las ilusiones que me he hecho sobre el modo de ayudar a los demás.

Un hombre de edad avanzada, falto de dientes, falto de cabello, falto de reflejos, abandonó la posición sedente en la que todos escuchaban a Lam Am y se dirigió hacia él, con resignación, con un brillo especial en su mirada que sólo los más cercanos al maestro podían ver.

-Dinos, Lam Am, ¿qué estás planteando? Hubo antes de ti otros que quisieron enseñarnos el camino. Siempre buscando la evolución que estaba escondida a los ojos de los más sabios. ¿Por qué debería ser distinto esta vez? ¿Qué diferencia habría?

Lam Am no era un advenedizo. Lam Am no era un improvisador. Sabía por qué estaba allí. Y no se iba a dejar amedrentar por el pasado de aquellos a los que hablaba.

-Decido pues que todo tiene un sentido y que alguien produjo ese sentido. Ya tengo un objetivo: buscarlos a ambos. Y en ello estoy. Pero no contento con ello, quiero que los demás hagan lo mismo. Es delicioso, inconmensurablemente magnífico irse encontrando poco a poco a uno mismo. Cuanto más me doy cuenta de quién soy, por qué soy y para qué soy, más ganas tengo de comprender a los demás, a los que recorren la misma senda que yo, y los que no, para que empiecen a recorrerla. A veces me pregunto: ¿Y después qué? Cuando me haya conocido totalmente, ¿qué debo hacer? La respuesta es siempre la misma: Nunca llegaré a conocerme de verdad, porque el mismo hecho de estar haciéndolo me hace ir subiendo escalones de mi evolución interna, escalones que separan niveles que son desconocidos para mí, y así siempre, y así siempre. Y después, de vuelta a encontrar al prójimo.

El hombre mayor, de cuyo nombre nadie se acordaba, levantó en el aire el cayado en el que se apoyaba y, ante la mirada horrorizada de Lam Am, lo hizo chocar varias veces contra su cráneo. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada.

Lam Am, desfigurado el rostro, inservibles sus ojos, lanzó un grito desesperado, fruto más de las heridas de su alma que las de su cuerpo, ambas las que estaban acabando con su vida.

-¡¿Por qué?!

El hombre mayor, aún de pie frente al guiñapo sanguinolento, sonrió y miró con complicidad a sus vecinos, y casi ininteligiblemente, por la falta de dientes, por la falta de labios, dijo algo al agujero en la cabeza de Lam Am, donde minutos antes debió haber una oreja, que era más un mensaje destinado a sí mismo que para aquel al que se le escapaba el último hálito.

-Quizá esté loco. Quizá el loco lo hayas sido tú. En cualquier caso, he querido ayudarte a evolucionar. Intenta volver del lugar a dónde vas y cuéntanos qué has visto. Eso también nos ayudará en nuestra búsqueda. Hasta entonces, gracias.

Se incorporó, lamió el extremo del báculo con fruición y dando la espalda al cadáver se dirigió a la Caverna de las Abluciones.

Cuando la luz de la Luna dejó de proyectarse sobre su persona, el grupo tomó la parte de divinidad que le correspondía, y cada trozo de carne, cada víscera, cada hueso, fue tomado, en su justa medida, como parte del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.

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Tránsito

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 ANTES

Había intuido claramente que algo iba a suceder. Se lo había profetizado a sí mismo. Entendía que todos los avisos extraños que habían asaltado de continuo su mente en este último período crítico de su vida, eran la antesala del fin total. Por eso, algo le decía que tenía que prepararse para lo que fuera a acontecer.

Hoy, cuando despidió al robot de servicios básicos personales, se dijo que iba a morir.

Era aún temprano para acostarse, pero la desesperanza de un nuevo día justificaba que no esperara a agotar las últimas horas del que estaba en curso todavía. Opacó los ventanales de su dormitorio y esperó.

La inferencia de que alguna señal derivaría en el cambio de estado espiritual, le tenía alerta.

Inspiró, espiró, inspiró, espiró. Se obsesionó por última vez con la respiración.

Volvió a quedar fascinado con la visualización de su yo interno. Obvió que el siguiente paso le llevaría a la emersión de su espíritu.

Cuando estaba ya dispuesto para integrarse en el vacío, y dejar su cuerpo adjudicado por entero al mundo material, sufrió el habitual shock del alma escapada.

Instantáneamente visualizó una potente luminiscencia que abarcaba todo su cuerpo etérico.

Cada vez ingresaba menos sangre a su músculo esencial y, por lo tanto, el riego sanguíneo disminuía en su masa encefálica.

Sus pulmones seguían bombeando y asumiendo aire. Al fondo, muy al final de sus percepciones, escuchó el ritmo de la vida. La sensación de ser anaeróbico fue fijándose en su pensamiento.

El corazón colapsó. Sin embargo, su mente seguía despierta y atenta.

Ya veía su cuerpo allá abajo. Veía que la coraza que le había albergado no era ningún anclaje de su espíritu.

Disociado.

Concentrándose en la luz, la veía acercarse por rededor suyo y abrazarle. Viéndose envuelto por ella, se dio cuenta que aquella fuerza no era algo extraño. La luz era él y él era la luz. Era todo y nada. O por lo menos sus sensaciones le ligaban a ambos estados.

Los ojos cerrados. Los labios distendidos. La faz serena.

Al día siguiente entraron en sus dependencias, sin permiso: Su médico personal, un médico forense, un cotejador de mapas genéticos y su… viuda.

Acercaron el captador de anomalías a la sien derecha de aquella cabeza durmiente. Ante el veredicto, se repitió la prueba con el hemisferio izquierdo.

-Señora, creo que ha muerto exactamente hace cinco horas y treinta y ocho minutos.

-¿Llegaron a terminar su trabajo los genéticos?- se preocupó el que había sido más su amigo que su doctor de cabecera.

-De cierto, señor.

-Entonces, que actúen inmediatamente. Les doy el plazo de un año. Ni más ni menos. Así lo dejó estipulado mi paciente. Creo que ya podemos comenzar con el tránsito. La aceleración en el desarrollo del nuevo individuo nos hará tener entre nosotros a Janos antes de lo que imaginas, querida Sandra.

El llanto de la desconsolada interrumpió cualquier debate técnico que pudiera estar fraguando en la cabeza de los eruditos. Dos robots se encargaron del traslado del cadáver, con la escolta de los presentes que respetaron la soledad de la mujer, ahogada en los recuerdos, asaltada por la alegría infinita del vaticinio de un amor recuperable.

 DURANTE

Los genéticos laboraron con precisión insultante en el cuerpo del finado. Lo más íntimo de aquél había sido desconsagrado por el bien de un objetivo fútil. El más mínimo detalle de las coordenadas genéticas que estaban implantadas en los cromosomas que habían diferenciado a aquel ser humano de los demás, había sido estampado en un meticuloso mapa genético que serviría para clonar célula a célula un edificio orgánico que en toda su extensión sería la copia del genuino Janos Hanussenn.

-Doctor Vingenstein, es sorprendente. Aún no consigo asimilar cómo puede mantenerse incorrupto el cuerpo. No hemos visto necesario mantener su conservación criogénica en ningún momento- dijo el doctor Miho Nais mientras frotaba una y otra vez sus afinadas manos.

-Yo tampoco lo entiendo. Sin embargo, las órdenes han sido bien estrictas: una vez que hayamos conseguido desarrollar tres clones a partir de la base de datos de la que disponemos, debemos deshacernos del testigo inerte de nuestros manejos- enarcó las cejas casi sin hacer demasiado caso a sus propias palabras.

El edificio que albergaba toda clase de experimentaciones vanguardistas en busca del porqué de la existencia de la vida, se hallaba localizado en las afueras de una populosa ciudad. Como casi todas las arquitecturas de este tipo, la altura se había tornado profundidad.

A treinta metros de la capa humífera, el organismo vacío de Hanussenn era trasladado a la sección de escanerización para ser transparente a los ojos de los que buscaban su momificación. Desde tiempos ancestrales, esta inquietante costumbre había sido desechada por no hallarle sentido tradicional de ninguna clase, ni social ni religioso. Pocas veces se hacían excepciones: El individuo a tratar podía ser requerido para ulteriores intervenciones ante posibles contrariedades en el funcionamiento de sus clones. Se pensaba que más tarde o más temprano el cuerpo se disgregaría.

…………………………………………………………………………………………….

   Era el momento. Veía allá abajo su cuerpo, aunque casi no lo distinguía en medio de tanto artilugio.

Él, todo luz, se precipitó sobre aquella materia inerte e incólume. La sensación del estado de suspensión vibratoria cesó, y con el brusco cambio buscó la ensambladura correcta.

En nanosegundos, volvió a sentirse perceptible y percibido. La luz que había sido se desparramó entre las finas membranas acuosas de sus tejidos. Los hematíes volvieron a jugar con el oxígeno, y las neuronas chispeaban en una catarsis de las ramificaciones que conducían los pensamientos. El soplo vital estaba reanimando lo que en los instantes precedentes no fue más que un vacuo caparazón.

Las córneas se dejaban ceñir por la fina capa epidérmica de los párpados y se estaban moviendo anárquicamente, delatando actividad ocular.

De pronto, ambos pulgares se engarfiaron. Dos argollas de titanio enganchaban las muñecas de Janos y estaban insertadas en estrías de acoplamiento magnético, que obligaban a tener los brazos en cruz.

Una sonrisa deformó su reciente rostro estático.

-Tengo muchas cosas que hacer, mucho tiempo que recuperar. ¿Dónde está la salida?- fue lo primero que improvisó nada más renacer.

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DESPUÉS

   Dejando flojas las manos, Nais permitió que ambos brazos se le situaran a ambos lados del tronco, dándole un aspecto de simio, que en otras circunstancias le hubiera ridiculizado. Con la boca entreabierta, como embobado, observaba cómo huía despavorido su fiel colaborador, y asistía impasible al rompimiento de la monocadena y al erguimiento y posterior acercamiento de lo que asimilaba con un zombi. Salió de su letargo cuando tuvo el rostro de Janos frente al suyo.

-Señor Hanussenn, ¡bien… bienvenido!

-¿Cuánto tiempo ha transcurrido?

Desnudo. Desorientado. Con tantas cuestiones que necesitaba aclarar, no se percató que el científico estaba también hambriento de respuestas.

Se asustó ante el primer movimiento de su interlocutor.

-Le traeré una bata. ¿Sabe? Hasta ahora hemos estado esperando una respuesta de alguno de sus clones.

-¿Cómo dice?

Vingenstein reapareció con tres robots de las fuerzas de seguridad del Complejo Fénix.

-¡No se mueva!- la voz átona del jefe de pelotón llamó la atención del emboscado.

-¿Por qué me hacen esto? De veras que únicamente quiero volver a contemplar el azul del cielo.

Se dejó abrigar por la hospitalidad de Miho Nais, tan divergente de la reacción de su colega. Recorrió en panorámica visual el recinto en el que se hallaba amenazado, y halló en ella la revelación que necesitaba.

Aún descalzo, pisó el frío pasillo que se abría en sentido opuesto a la salida, dejando a ambos lados las pizarras holográficas saturadas de datos genomáticos, las mesas de trabajo repletas de microscopios moleculares, de criobandejas de muestreo, de soluciones flotantes en urnas de ingravidez, y armarios y más armarios estancos con sus secretos contenidos que de vez en cuando distraían la atención con los reflejos iridiscentes que escapaban de sus estructuras metálicas.

-¡Señor! Le queremos vivo. No complique las cosas. Dé la vuelta y regrese hacia nosotros. No sufrirá ningún daño.

La respuesta a la provocación no se dejó esperar.

-¡Seréis estúpidos! ¿Creéis que el coma le ha borrado la inteligencia? Sabe lo que sois y las leyes que os rigen. Sabe que no podéis causarle ningún daño psicofísico. ¡Vingenstein! ¡Lléveselos de aquí! ¡Están interrumpiendo la investigación!

Mientras, Janos Hanussenn tenía frente a sí tres cisternas verticales con tres cuerpos adultos en suspensión.

Pegó su nariz a las paredes, pues veía en ellos algo que le resultaba familiar. Recorrió los rasgos faciales de cada uno de los individuos inmersos, ciertos detalles del fenotipo sexual, probables marcas, lunares, cicatrices, que les hicieran únicos, y se llevó la mano a la boca para levantar un dique momentáneo a la corriente de su alarido, cuando cayó en la cuenta de las imposibles coincidencias del trío, y más aún, cuando los caracteres comunes eran uno con los suyos propios.

Se concentró de nuevo en los rostros y todas las dudas se esfumaron con el temor de perder el alma: Que flotara en la nada, mudando el sentido de toda su pasada existencia y de la que estaba dispuesto a inaugurar.

Volvió sobre sus pasos, parpadeando con frenesí, porque no quería creer lo que había visto, porque no podía anular su dignidad de un plumazo. No resultó del todo convincente cuando se atrevió a levantar los ojos fijos en el suelo y los enfrentó a los de Nais.

-¿Por qué este fracaso? Debo entender que, de los cuatro, yo soy el que no debería estar vivo.

-Puede entender que es la excepción que se salta la norma.

-¿Es científica esa norma? Si es así, yo estoy demostrando que es prescindible y que los que quieren eternizar su legado deben desconfiar de la utopía que supone desaprovechar su vida actual para que recuperen el tiempo perdido sus extensiones biológicas. Las mías no han tenido la oportunidad.

Miho Nais reflexionó sobre las palabras del resucitado, que de otra manera no podría ser clasificado, mientras espiaba sus movimientos. Le dejarían ir en paz, regresar  a los brazos de su amada esposa que le haría olvidar el paréntesis sin sentido.

………………………………………………………………………………………….

   Janos Hanussenn no volvería jamás a ser el mismo. Decidió que debía buscar refugio en el anonimato. Que terminaría sus días junto a su mujer, sin intentar llegar a la eternidad. Que su mortalidad era un don que ya pocos tenían y que, por ello, aunque hubiera sido por accidente, debía dar gracias a la Fortuna.

Poco tiempo después, cuando le atacaron las enfermedades inherentes a la vejez, las dejó cumplir. Las enfrentaría con lucidez y con el cariño de todos a los que no les importara verle en tal estado.

Inspiró, espiró, inspiró, espiró. Se obsesionó por última vez con la respiración. Y pensó que de verdad era la última. A su lado, impertérrita, Sandra, rebosantes los labios y los ojos de amor.

Ningún robot que desvirtuara la sencillez del acto. Y su amigo, Miho Nais, polarizando la luz de su último día, acompañando sus últimos deseos, vigilante para que nadie intentara la clonación, pues ya se había encargado de incinerar los tres receptáculos de la anterior tentación.

Y el alma huyó hacia delante, sin tornar su sentido, borrando la última duda de si algo le fue robado, de si algo de ella había estado confinado en alguno de aquellos tres cuerpos en suspensión temporal, de si ahora, en el último viaje hacia el infinito, estaba incompleta.

Disociada. Sólo luz.

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Tu muñeca

Acomodé todo mi peso en mi glúteo derecho mientras me asomaba por la ventanilla para vomitar parte del almuerzo repugnante de la hamburguesería de carretera. El aire fresco de aquellos instantes era el único atisbo de libertad que me permitía mi acompañante mientras era vigilada férreamente por sus ojos de culo de botella, a la vez que los entornaba para mirar la carretera que tenía delante.

Me limpié la última salivilla con la manga y su mano derecha tiró del cinturón, donde me tenía agarrada, como apoyando solidariamente el trabajo que ya hacía la cadena con la que estrangulaba mi cintura.

No hablábamos, pues su chirriante voz ya me había amenazado suficientes veces, y especulaba, de vez en cuando, en voz alta, sobre los kilómetros que faltaban para llegar a nuestro destino.

Lo que me esperaba allí estaba reservado a su depravada imaginación, pues cuando, dos días y medio antes, me despertó en la cabina del convoy, para amenazarme con no volver a ver más a mi madre, de la que me había separado con argucias de charlatán embaucador antes de apagar su conocimiento y sentido, me relató que nos dirigíamos a un paraíso de quietud, donde él podría obrar a su antojo y yo gritar con incontinencia.

Desde su primera amenaza, yo no abrí la boca, por lo que me resultaba fascinante que, en su soliloquio, se refiriera a mi voz como propia de un ángel, cuando, creía yo, no había tenido tiempo de escucharla.

Su interés sexual por mí no se hizo patente hasta que cayó la noche del tercer día de carretera, pues, el muy bellaco, había aprovechado mi extremo cansancio para repostar combustible y para levantarme la falda en la oscuridad de la noche. Sus sucios dedos acariciando el cinturón de mi vestido y posándose en mi piel tersa y seca.

El hambre me despertaba de sus excursiones táctiles, pues el estómago se quejaba, y él, miope imberbe, me partía, contra la guantera, unas cuantas nueces, que yo tragaba presurosa ante su jolgorio insultante.

Me aguantaba las ganas de orinar todo lo que podía, pues no quería que sus imaginaciones calenturientas se hicieran realidad antes de tiempo, por lo que el remedio era peor que la enfermedad, ya que se me acumulaban todas las indisposiciones posibles y el olor, que a él no parecía importar, era ya nauseabundo.

Su remedio, ante todo aquello, fue previsible. Por la mañana del cuarto día llegamos a su refugio, y nada más desencadenarme y bajarme a trompicones, embebió en gasoil los asientos y prendió fuego al que nos había llevado hasta allí.

Mientras mirábamos como ardía la cabina, nos íbamos alejando hacia un pequeño estanque, donde, para mi sorpresa, me obligó a bañarme y, según sus palabras, así librarme de todo el bochorno que debía tener en mi conciencia.

No adiviné, tras aquellos vidrios verdes y sucios, la expresión de sus ojos al verme desnuda, pero que no se moviera un ápice mientras me contemplaba me dio pistas de su naturaleza.

Cuando terminé de ensuciar el agua de la orilla, le miré, sólo le miré, y a mi mirada inocente y quejumbrosa, respondió con un tirón salvaje de la cadena, tan inesperado que casi me quebró el espinazo. No le di el gusto de gritar, pero sí de llorar en silencio.

Desnuda, pasé al lado del calor del incendio, pues el camión no había explotado, imagino que para no atraer oídos lejanos impertinentes. Él andaba, dándome la espalda, unos siete pasos por delante de mí, llegando al porche de la cabaña y empujando suavemente la puerta hacia dentro.

Me esperó bajo el umbral de la entrada, recorriendo mi cuerpo con la mirada, y alcanzándome, con la mano libre, una toalla gigantesca con la que envolví mis temblores tiritantes.

Una vez en el recibidor quedé impactada por lo que me anunciaban sus amarillos dientes irregulares como su bienvenida al hogar, a su dulce, a nuestro dulce hogar.

Han pasado tres años y soy medio feliz junto a él. Me equivoqué en sus pretensiones, pues jamás ha tocado otra piel que no pertenezca a alguna zona inocente de mi cuerpo y jamás me ha forzado a hacer nada que yo no quiera y que no se pueda hacer dentro de los límites de este extraño enclaustramiento, y jamás me ha hecho llorar salvo de soledad, cuando me abandona para buscar alimento o sostén económico para mantener este paraíso privado.

Me permite escribir esto, y me hace dudar de si me robó a  mi madre, viuda en aquel tiempo, o fue ella la que me dejó ir.

Cada vez me repele menos pues, aunque no cuida su aspecto, se separa de mí cuando huele a cerveza o a sudor de huerto.

Tengo ya quince años y sigo siendo virginal y pura, excepto en mis pensamientos, cuando a veces me clama el espíritu de venganza. Pero, pienso, no tengo aún fuerza física para matarle y huir.

Dejaré que me alimente con sus mimos y sufriré, silenciosa, mi soledad, y saciaré su felicidad, la que fue a buscar aquella mañana de otoño, ya lejana, cuando se acercó al centro comercial para conseguir una muñeca, que ahora agradece, en sus rezos nocturnos, a Dios.

Yo también agradeceré a Dios el día en que pueda romper en mil pedazos el tarro en que guarda mi lengua en formol, porque, por lo menos, esa parte de mi cuerpo será libre, y aunque no pueda recuperar las palabras que nunca he podido decirle, gritaré mi alegría por el recuerdo que tengo de una vida lejos de estos prados, del estanque maravilloso, de esta casa de ensueño.

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                                                  (C) Fotografía y texto: Jesús Fdez. de Zayas «archimaldito»