Revolvía, una y otra vez, las piezas de ajedrez al lado derecho del tablero, junto con los trozos del dulce que caían de mi boca.
Visualizaba la composición del juego, que se demoraría hasta que apareciera mi contrincante.
Mezclaba las jerarquías y los dos colores con los dedos juguetones y, con la otra mano, aplastaba mantecado tras mantecado para ser engullido mejor. Pero la punta del bocado chocaba con mis dientes y volvían a caer escombros desde las alturas de mi boca hasta la superficie pulimentada de la mesa a cuadros blancos y negros.
Y cuando la reina blanca iba a ser colocada en su lugar idóneo, la carcajada incontrolable terminaba con la tos atronadora que enviaba los últimos proyectiles de canela y sésamo a la silla vacía que tenía enfrente.
Hasta que apareció el confiado atacante en la contienda lúdica y me retaba con sus mocos absorbidos hasta la garganta.
-¿Jugamos o comemos?
-¡Jugamos, por supuesto!