No la destrocé. Porque, si lo hubiera hecho, podría haberse recompuesto en cualquier momento. Y yo no quería eso. Lo que hice fue aniquilarla. Porque así, sin ninguna posibilidad de regeneración, mi visión y mi misión se cumplían a rajatabla.
La libertad de expresión siempre ha estado sobrevalorada. Y nunca debí de haber permitido su existencia en los comienzos de mi gobierno.
Ahora todo fluye. El pueblo acepta lo que decimos. Y los tenemos mansos como corderos. Acatan nuestras órdenes sin vacilación, sin distracciones que retrasen la cadena de productividad. Los contentamos con entretenimientos intrascendentes y efímeros, que no hagan pensar demasiado. Porque lo único que importa es que se dejen manejar a nuestro antojo, para satisfacer nuestra soberbia, para llenar nuestros bolsillos y asegurarnos un futuro de bienestar que ellos, que no son de los nuestros, no se merecen.
Ya no me consideran un dictador, sino un bienhechor, que cuida de sus hijos y que los cobija de las maldades de los nuevos tiempos.
Que no piensen.
Que no digan.
Que no pregunten.