La cita

Imagen de Jesús Fernández de Zayas

Quedaban momentos mágicos.
Perdonaba los desajustes.
Obligaba la mansedumbre, y las Leyes, que siempre oprimen, pero que no era capaz de desobedecer.
Le habían dicho que existía la intuición, el instinto, y él siempre había achacado sus momentos de vehemencia a algún cortocircuito subneuronal.
-Mis padres no quisieron decirme nada hasta que yo lo descubriera por mí mismo.
Siguió colocándose los calcetines, antes de enfundarse los pantalones elásticos, para así pisar el suelo helado sin temer un resfriado. Después, la blusa iridiscente, también elástica, que resaltaba su flacura y flacidez.
-Pero estás aquí, vistiéndote frente a mí, sin temer que descubra tu secreto.
Tenía poco tiempo porque, concentrándose en el horario, le apisonaba el paso de las centésimas de segundo.
Insertando ambos pies en los deslizadores antigravimétricos mientras enguantaba sus esqueléticas manos, se percató de que no servía de nada el fuego cruzado de sus miradas.
Los sensores moleculares, ubicados en las yemas de los dedos, la estaban estudiando, explorando, juzgando, sintiendo, con la mano enguantada.
Y no necesitó más que tres nanosegundos para decidir la sentencia: Ella sería perdonada.
-¿Dónde vas, cariño?
-A una cita importante. Recoge tus cosas y vete. Me ha gustado hablar contigo.
-No sabía que solo vine a hablar.
La volvió a mirar por última vez. Aún se preguntaba por qué estaba totalmente desnuda. Pero cuando atravesó el umbral de la puerta de su reducto para la recarga, la había olvidado.
El brillo plateado del suelo, desde su altitud hasta el nivel cero, se opacó, y se disgregó el horizonte, difuminándose el punto focal, por lo que se acopló la visera y se deslizó.
Sin esfuerzo, dejándose llevar, fluyendo.
-¿Has logrado perdonarte? ¿Perdonarme de qué? ¿Por qué? Da igual. No respondas. Ya llego tarde.

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