Le asustó la grandiosidad de aquel recinto. Todo era descomunal.
El par de estatuas abstractas que representaban ambientes del lugar más recóndito y enimático de la Galaxia. El espejo bifacial, que girando y girando, multiplicaba hacia todos los rincones la luz de los reflectores cenitales que, a modo de estrellas de gran magnitud, formaban constelaciones arbitrarias. La piscina central, que a modo de lago artificial, albergaba en su seno las especies más sórdidas de acuátiles. Y la pirámide transparente del fondo, con un asiento en su centro interno, desde donde se invitaba, al que esperaba, a la evasión de la realidad gracias a los videohologramas integrados en las cuatro paredes triangulares, respondiendo a los impulsos oníricos del usuario.
Pero prefirió esperar de pie, sin moverse, registrando, a modo de biorradar, cualquier cosa que se moviera. La Sala de Recepción estaba también surcada por una cinta transportadora en la que se suponía que uno debía montarse para acceder al interior del palacio. Y de súbito, el sentido del moverse de aquélla cambió, por lo que se quedo a la expectativa de recibir en cualquier momento a su anfitrión.
El decorado cambió en segundos: Las estatuas levitaron hasta desaparecer tras dos aberturas del techo, el espejo detuvo su movimiento y se esfumó ante los ojos del reflejado, el líquido del estanque se dejó tragar, con toda la vida natátil, por la gran boca en que se convirtió su fondo, dejando su lugar a piezas que replicaban al resto del mosaico del firme. La pirámide quedó intacta en su construcción, pero no en su posición, pues se movió lateralmente hasta dejar el asiento sobre la cinta y dar la impresión de que toda ella resbalaba hacia él.
Cuando se situó en su perpendicular virtual, se detuvo, y una de sus paredes se hizo portezuela, dejando en una vista lateral el sillón. Él no creyó jamás en la magia, salvo en la que creaba la propia mente; por eso, cuando una forma difuminada fue llenando el espacio interior del asiento, y se fue corporeizando, sabía que los viejos trucos para impactar nunca perdían su efecto. El cuerpo fue irreconocible hasta materializarse completamente. Cuando fue sólido, algo lo iba irradiando a medida que un supuesto pedestal giratorio recorría un ángulo que permitía enfrentarlo cara a cara. Una sonrisa dibujada en un rostro arrugado y la total fulguración del interior de la pirámide insufló el habla a aquella figura.
-¡Saludos! Soy Lurcinckus, y está usted aquí para que yo le haga conocer… ¡La Muerte!