Apagado o fuera de cobertura en este momento

   Vio que con la razón no llegaba a ningún sitio, porque éste ya estaba ocupado por la desesperanza, y así, mientras cavilaba sobre cuáles deberían ser sus próximos pasos, los recuerdos nostálgicos sembraban su memoria, martirizándole con la impotencia de volver a ellos, porque sabía que no era posible hacerlo.

   Aun así, silbaba en las tardes de lluvia y renegaba de las de calor, porque el agua le animaba y el sopor le agriaba. Y aunque, en un acto reflejo, mientras paseaba solitario, alargaba la mano derecha esperando que ella se la cogiera, el aire agarrado le hacía saltar las lágrimas por no encontrarla a su lado.

   Lo peor de todo era saber que ella estaría entrelazando sus dedos con otro y que él, habiendo perdido su oportunidad, no volvería a estrecharla entre sus brazos.

   Reía, paseándose por la casa, imaginándola en las situaciones cotidianas, y cuando lanzaba una pregunta al aire y ésta no era contestada, lloraba de nuevo porque se esfumaba la imagen imaginada para dar paso a las sillas vacías, a la mesa incompleta, a la ducha sin rocío y sin los cantos de la amada. Y aunque había quemado todo sus vestidos y había dejado que el olor a chamusquina invadiera el hogar, siempre existía un retazo de su perfume que se le clavaba en la pituitaria.

   Continuamente pensaba en la manera más fácil de acabar con el tormento de esa soledad, pero la idea descabellada del suicidio se le iba tan pronto como le sobrevenía, pues pensaba que sus padres, aún vivos, no tenían culpa de su cíclica inmadurez.

   Y cada mañana, después de alargar el brazo y tocar solo almohada, resoplaba y forzaba, con la micción, la desaparición de su excitación provocada  por un sueño que se repetía cada noche, desde la separación, y tras el afeitado y el desayuno acelerado, conducía hasta el único sitio donde encontraba, por unas horas, la paz: Su trabajo.

   Frente a sus clientes, siempre optimista ante las ventas, se olvidaba de su vida y cumplía los sueños de los demás. El traje gris y monótono le confería neutralidad ante las confianzas no deseadas y su sonrisa, tan blanca como artificial, le granjeaba la fama, no merecida, de poseedor de un alto grado de positivismo.

   Pero la pesadilla y el desasosiego volvían en cuanto las tres vueltas de la llave de seguridad desanclaban la pesada puerta de su casa para dejar paso a la pesada losa de la soledad.

   Y la rutina de la leche fría en un tazón con fondo de cacao le hacía viajar en el tiempo, cuando el tazón estuvo caliente y rezumante de risas compartidas por los mismos labios que tocaban su borde azucarado.

   Y volvía, cómo no, a llorar. E intentaría, de nuevo, llamarla, sabiendo que el resultado iba a ser el mismo que la centena de noches anteriores, y siempre se decía que se conformaría con escuchar su voz durante un milisegundo.

   Y,  casi a desganas, marcaba las teclas de su teléfono de última generación. Como cada noche. Antes de apagar, momentáneamente, su vida. Antes de configurar el despertador al nuevo día. Y, casi a desganas, acercaba el oído al altavoz para escuchar el mensaje, ya memorizado, y repetido en playback frente al espejo del baño, de la falta de cobertura de su improbable interlocutora.

 

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