Como casi siempre, pienso que lo mejor que puedo hacer es expresarme por escrito, sin interrupción alguna, sin comentarios o críticas a lo que diga.
No soy capaz de transmitir mejor que por escrito, sin que se tergiverse algún tono de voz o una mirada mal posada. Y lo siento.
No soy feliz desaprovechando años.
Y este año no es distinto.
Yo, que vivo obsesionado con el tiempo, veo que no aprovecho bien el tiempo de vida que tengo.
Y eso me frustra.
Y, por circunstancias varias, el cumplir años no me supone ningún adelanto en ese sentido.
No me gusta mi trabajo y tengo problemas económicos, familiares y afectivos. Obviamente, no me siento pleno conmigo mismo.
Poseo una alta incapacidad para concentrarme en otra cosa que no sea vivir automáticamente, a la zaga, teniendo que hacer malabarismos mentales para no perder la cordura y no caer en la depresión más absoluta.
Y en el vivir automáticamente está el efecto de desatender lo que de verdad me importa en esta vida.
Soy, o eso creo, optimista por naturaleza porque, en caso contrario, hace tiempo que hubiera sucumbido a desaparecer de este planeta, desconectándome voluntariamente.
Pero mi incapacidad para llevar una vida centrada ha salpicado la vida de otras personas, las que me importan: mi familia.
Y el último dolor provocado es el que más daño me está haciendo: el provocado a mi propia hija.
No sé cuánto tiempo tendrá que pasar para que ella me perdone todo el mal que le he causado.
Y ése es el peor dolor, que trasciende los demás dolores físicos y mentales que puedo o pueda tener durante los años que van a transcurrir hasta mi muerte.
